Paul Lafargue y el derecho a la pereza. Una lectura crítica en clave marxista
Resumen
En el presente trabajo nuestra intención es reconstruir la propuesta que Paul Lafargue articula en el escrito El derecho a la pereza e identificar los puntos fundamentales en los que se asienta su tesis. Partiendo de conceptos fundamentales de la teoría marxista como “trabajo concreto”, “trabajo abstracto” y “fetiche de la mercancía”, se propone formular un análisis crítico de la postulación lafargueana. Lejos de la oposición que ilustra el autor, afirmamos que los conceptos de “trabajo” y “pereza” u “ocio” son dos caras de un mismo proceso de regimentación de la vida de los operarios, en el modo de producción capitalista. El trabajo se afirma en una metodología de corte cualitativo, estructurado en una lectura interpretativa del texto de Paul Lafargue.
Received: 2018 December 11; Accepted: 2019 February 19
Keywords: Palabras clave: Paul Lafargue, derecho a la pereza, trabajo, ocio, Marx.
Keywords: Keywords: Paul Lafargue, right to be lazy, work, leisure, Marx.
Sumario:1. Introducción / 2. El concepto de trabajo / 3. El derecho a la pereza y la reducción de la jornada laboral / 4. Sobre la especificidad histórica del modo de producción capitalista / 5. Los problemas de la tesis lafargueana / 6. Conclusiones |
1. Introducción
El presente artículo se centra en el celebrado texto de Paul Lafargue, El derecho a la pereza (1880), proclama enérgica, burlona, original y elocuente, que constituye una especie de respuesta al ensayo El derecho al trabajo, publicado en 1849, y cuya autoría es del político e historiador socialista Louis Blanc (1811-1862). Lafargue afirma en el texto citado una posición novedosa, cuyo interés es polarizar con el “dogma del trabajo”, ya casi vuelto -en el último cuarto del siglo XIX- una suerte de “religión”.1
Paul Lafargue nació en Santiago de Cuba en el año 1842, pero su familia se trasladó a Francia en 1851, donde al alcanzar la madurez comenzaría sus estudios en Medicina. Como es sabido, la segunda mitad del siglo xix encontraba a Europa atravesando los debates ideológicos, científicos y políticos no solo del positivismo científico, sino también de los distintos idearios socialistas y anarquistas.2 A la vera de estos fue que Lafargue inició su carrera política, entre cuyos eventos más salientes debe destacarse el viaje que realizó a Londres en 1865 para participar de la Primera Internacional. Allí conoció a Karl Marx, con cuya hija, Laura, se casaría en 1868. En su momento, Lafargue se convirtió en el primer diputado socialista en el Parlamento francés, cuando el intelectual de origen cubano ya se había transformado en uno de los más álgidos defensores del marxismo. Se suicidó, finalmente, en su casa de Draveil en 1911.
Por varias razones, El derecho a la pereza resultó desde su publicación un libro polémico, al plantear interesantes interrogantes tanto para el liberalismo clásico como para el marxismo. Su diatriba contra la sacralización del trabajo llevó a Lafargue -incluso anticipándose a los famosos planteamientos de Max Weber- a encontrar ya en la Reforma protestante los cimientos de una apología al ascetismo, tanto del mundo interior como del exterior, tendiente a reducir al cuerpo como instrumento de trabajo en el circuito capitalista.
Desde la perspectiva del filósofo franco-cubano, el capitalismo involucra el control de la naturaleza mediante la ciencia y la técnica, de modo que promueve una ideología de progreso, mientras esconde las regresivas consecuencias que repercuten en el tejido social. Así, Lafargue se interesa por destacar de qué manera el mundo de la mercancía y del trabajo operan naturalizándose como un destino ontológico sobre los hombres, desviando al operario del conocimiento de su propia infelicidad.3 En este punto, es claro por qué para Lafargue la lucha por el “derecho al trabajo” configura una forma de “derecho a la servidumbre”, en la medida en que lo que busca el autor es cuestionar la moralidad ínsita en la lógica del capital y la ponderación del esfuerzo individual.
La recepción de El derecho a la pereza fue, en los primeros años de su publicación, verdaderamente resonante: las traducciones proliferaron y el tono irónico fue eficaz para la divulgación de tópicos e ideas marxistas. No obstante, aquel revuelo inicial acabó por disiparse en el siglo XX, debido a la consolidación de doctrinas marxistas “clásicas”, y leninistas en la Unión Soviética, focalizadas en diagnósticos de tipo economicista y más alejadas de la reflexión filosófica. A su vez, la censura4 de los gobiernos totalitarios dificultó o postergó la posibilidad de su publicación y propagación. Todo esto tuvo como resultado que el texto de Lafargue, concebido meramente como un panfleto utópico cargado de ironías, ocupara tan solo un lugar marginal en las discusiones y perspectivas marxistas contemporáneas.5
Nuestra intención general en este artículo es formular una relectura de El derecho a la pereza y su consecuente crítica a la glorificación del trabajo. Para ello, la estructura de este trabajo plantea, en primer término, las tesis en las que se funda tal proclama, así como los conceptos clave que evidencian una caracterización propiamente lafargueana de la categoría “trabajo”. Esta primera sección se dividirá en cuatro apartados, los cuales permitirán vertebrar los distintos argumentos articulados en el escrito analizado. Al mismo tiempo, tal desarrollo permitirá comentar la relativización que el teórico franco-cubano hace de la “lucha de clases”.
En una segunda sección del trabajo, volveremos sobre algunas categorías fundamentales de la teoría marxista, a saber, las de “mercancía”, “trabajo abstracto”, “trabajo concreto” y “fetiche de la mercancía”, desarrolladas en la obra El Capital (1867)6 de Karl Marx. Finalmente, en la última parte del artículo, se desplegarán algunas críticas que desde la perspectiva marxista pueden hacerse al escrito Lafargue. A tal efecto se pretenderá apuntar que el autor propicia una caracterización del “ocio” o “pereza” que no es descripto a la luz del influjo del modo de producción capitalista, el cual, como el mismo autor destaca, tiende a una regimentación total de la vida. El mismo abordaje, como pondremos de manifiesto, se percibe en la caracterización a-histórica del trabajo en la que cae Lafargue, al perder de vista la manera en que aquel se configura en el modo de producción capitalista.
Haciendo uso de los conceptos de El Capital antes mencionados y de la perspectiva interpretativa de John Holloway, intentaremos señalar que la relativización que Lafargue hace de la “lucha de clases” en su análisis termina siendo una consecuencia directa del tratamiento a-histórico que el filósofo franco-cubano hace de las nociones de “ocio” y “trabajo”. La reducción de la jornada laboral a tres horas, que ocupa a la propuesta lafarguena en su defensa del ocio, pasa por alto el “híbrido” entre trabajo y capital que caracteriza al modo de producción capitalista, y que los análisis de Marx y Holloway ponen de manifiesto.
2. El concepto de trabajo
La tesis principal que Paul Lafargue defiende en El derecho a la pereza es que existe un mal radical que azota a las clases obreras de las sociedades capitalistas, el cual a su vez se expande al grueso de las sociedades -europeas, fundamentalmente-, en su conjunto. Dicho mal radical, o “manía infernal” al decir de Lafargue, es producto del “amor al trabajo”; he aquí la tesis principal del escrito. Como puede verse, el núcleo de la argumentación de Lafargue es la delimitación del concepto de trabajo, que se caracteriza desde la contrapartida que la propuesta del ocio o “pereza” ilustra.
A pesar de las variaciones que se desarrollan en el texto, la tesis principal encuentra sustento en cuatro argumentos fundamentales. El primero de ellos podría ser denominado como argumento biologicista, ya que por medio de una analogía entre el comportamiento de los caballos de “pura sangre” y los caballos empleados para trabajar la tierra o transportar peso, el autor concluye que el ser humano “de pura sangre”, saludable en sentido amplio, es aquel que no se encuentra subyugado por la rutina opresiva del trabajo.
En segundo lugar, un argumento persistente a lo largo del escrito, y que de hecho signa el eje unívoco del apéndice, viene a ser aquel que denominamos histórico. En él, Lafargue recurre a citas de filósofos de la antigüedad para evidenciar en ellos la incólume perspectiva del “odio al trabajo”.
El tercer argumento, que denominamos argumento político, entiende los derechos humanos heredados y acentuados desde la Revolución francesa no como derechos circunscriptos a una esfera legal que opera en favor de los obreros, sino como fallos de la ley, ideados y legitimados de modo vertical por las clases burguesas devenidas dominantes.
El cuarto de los argumentos es el que denominamos argumento psicológico. Dicha denominación cabe en virtud de que pretende dar cuenta de la permanencia en el tiempo del “amor al trabajo”. Así, tiende a señalar que tal fenómeno se explica en función del embrutecimiento que dicha idea ocasiona en la mente de los proletarios. En este sentido, Lafargue identifica otros síntomas tanto psíquicos como físicos, que ilustran a los operarios por su “bajeza” y “rostros descarnados y cuerpos enflaquecidos”, características propias de seres “ingenuos” o de “esclavos”.7
Nos detendremos un momento en cada uno de estos cuatro argumentos, formulando un análisis crítico de ellos, para luego abocarnos íntegramente al análisis de la concepción lafargueana del trabajo y su correlativo elogio a la pereza.
El primero de los cuatro argumentos a los que Lafargue recurre, como medio para fortalecer la tesis principal de su escrito, constituye a nuestro entender una “falacia naturalista”. En efecto, dice Lafargue:
El trabajo es la causa de toda degeneración intelectual y de toda deformación orgánica en la sociedad capitalista. Basta con comparar los caballos de pura sangre, servidos por una legión de birmanos en las caballerías de un Rothschild, con los pesados y toscos normandos que tienen que arar la tierra, acarrear el abono o transportar la cosecha a los graneros. Contémplese el noble salvaje que los misioneros del comercio y los comerciantes de la religión no han corrompido aún con sus doctrinas, la sífilis y el dogma del trabajo, y compáresele con nuestros míseros siervos de las máquinas.8
Llamamos a este argumento biologicista porque consiste en apelar a cierto núcleo biológico irreductible. De tal modo, en caso de que se proceda contra él, inevitablemente se dará paso a cierto tipo de degeneración. Por esta misma vía, existe allí una falacia naturalista, pues se da pie a la consideración de que, si algo ocurre en la naturaleza, es objetiva y necesariamente “bueno” o “malo”, por el simple hecho de ser natural.
Conviene decir que lo falaz allí responde al hecho de que un juicio descriptivo sobre la naturaleza es canalizado por medio de un salto lógico hacia el sostenimiento de un juicio prescriptivo. En el argumento citado, la comparación entre caballos, o entre el “noble salvaje” y los misioneros, parte de consideraciones meramente descriptivas entre distintos individuos, para arribar a una condena de tipo moral sobre la degeneración que el trabajo produce.
El segundo argumento, que hemos convenido en denominar histórico, atraviesa verdaderamente todo el escrito. El apéndice mismo constituye un apartado nutrido casi íntegramente con citas de Herodoto, Platón, Jenofonte, Aristóteles y demás “sabios” de la antigüedad. El ánimo de Lafargue, encaramándose por entre aquel cúmulo de citas, se expresa satisfecho: “¿Oís, proletarios embrutecidos por el dogma del trabajo, el lenguaje de estos filósofos, que se os oculta con un cuidado especial? Un ciudadano que da su trabajo por dinero se degrada al nivel de los esclavos; comete un delito que merece años de prisión”.9
Deberemos asumir que el simple hecho de recurrir a las valoraciones que se tenían en la antigüedad respecto del trabajo no contribuye por sí mismo a solventar la problemática que Lafargue pretende tratar. Ello no explica la justificación de por qué el “amor al trabajo” sea algo nocivo y, en la misma línea, el modo en que el “odio al trabajo”, que propicia una reconsideración positiva del ocio, pueda llegar a ser la verdadera solución al mal radical que azota a las sociedades capitalistas.
Puesto así, el argumento histórico no alcanza a ser otra cosa más que una apelación a la autoridad: Lafargue desecha la filosofía laboral del liberalismo, por medio de la apelación a testimonios de filósofos y legisladores de la antigüedad. Pero aquella condena, amparada en tales testimonios, por sí misma no destaca ninguna vía argumentativa capaz de dirimir por qué “el dogma del trabajo” es algo criticable.
Los testimonios de la antigüedad son traspuestos a un escenario socioeconómico y cultural profundamente distinto respecto de aquel otro, de hace casi 2500 años. Ese salto en el tiempo, sin miramientos históricos, económicos y culturales más específicos (capaces de justificar ese osado paralelo) parece ser posible en el texto de Lafargue, por medio del salto lógico. Este, así, permite elevar el testimonio aislado, descontextualizado de los antiguos, de modo intacto y con todo el peso de una autoridad indiscutible, al tratamiento de las problemáticas que aquejan al último cuarto del siglo XIX.
El tercer argumento que habíamos destacado es el argumento político. Este ocupa un lugar fundamental en la invectiva lafargueana, de cara a la desarticulación de aquello que el teórico franco-cubano denomina como “dogma del trabajo”. Dicho dogma, cuyo influjo se patentiza en el “amor al trabajo” y en la defensa de este como un derecho, tiene su génesis, según Lafargue, en la disposición y organización a cargo de la burguesía en la economía de las sociedades capitalistas. En palabras de Lafargue, aquella génesis de la que hablamos consiste en un proceso de transformación por medio del cual:
Con la consigna de erradicar la pereza y doblegar los sentimientos de altivez e independencia que ella engendra, el autor del Ensayo sobre la industria […] propuso encerrar a los pobres “en casas ideales de trabajo” […] Los actuales talleres son, en realidad, casas ideales de corrección; en ellas se encierran las masas obreras y se condena, no solo a los hombres, sino a las mujeres y a los niños, al trabajo forzado de doce y catorce horas diarias. ¡Y decir que los hijos de los héroes de la Revolución se han dejado degradar por la religión del trabajo hasta el punto de aceptar, en 1848, como una conquista revolucionaria, la ley que limitaba el trabajo en las fábricas a doce horas por día! Proclamaban como un principio revolucionario el derecho al trabajo. ¡Vergüenza para el proletariado francés! Solamente esclavos podían ser capaces de semejante bajeza.10
La cita pone de manifiesto el pensamiento crítico de Lafargue para con el “dogma del trabajo”. Si la economía capitalista es la que articula la rutina de opresión laboral que atosiga y aliena al proletariado,11 entonces toda lucha obrera que se desenvuelva bajo el paradigma signado por la noción de trabajo -que la economía capitalista propulsa y que los moralistas y la herencia judeocristiana defienden y legitiman- será una lucha vana y, más aún, nociva. En efecto, allí donde la clase obrera supone estar hiriendo el corazón del enemigo que lo subyuga y esclaviza, en verdad está más bien favoreciendo la aleación que consolida aún más la fortaleza de las cadenas que la aprisionan.
El argumento anterior opera a la par del cuarto argumento, al cual denominamos argumento psicológico. De acuerdo con este último, la incapacidad de la clase proletaria para comprender que la lucha revolucionaria da continuidad a la rueda esclavizante del capitalismo se asienta en el hecho de que, valga la tautología, la economía capitalista esclaviza al obrero.
La conjunción del tercer y cuarto argumento señala, en primer lugar, que la “enfermedad” que constituye el dogma del trabajo debe su génesis a la economía capitalista. Para esto, Lafargue ofrece una explicación de tipo genealógica, que indaga en los albores del capitalismo para identificar el momento de inflexión en el cual, por necesidad de la burguesía, se consolidó como premisa el dogma del trabajo. En segundo lugar, el síntoma de aquel influjo que el capitalismo trae aparejado se materializa en la psicología de la clase obrera. Esta, como hemos señalado y parafraseando a Spinoza, la induce a combatir por su esclavitud como si se tratara de su salvación.12
En lo que refiere a la conjunción de los argumentos político y psicológico, la íntima relación que aúna a ambos puede dar cuenta de su insuficiencia. Como señalamos anteriormente, el argumento político es un verdadero ataque a la estrategia que signa la iniciativa política de la clase obrera. Ese tipo de iniciativa es, para Lafargue, un oprobio:
La superabundancia de mercancía y de la escasez de compradores consiguen cerrar las fábricas, entonces el hambre castiga a las poblaciones obreras con su látigo de mil correas. Los proletarios, embrutecidos por el dogma del trabajo, sin comprender que la causa de su miseria presente es el sobretrabajo que se impusieron en los tiempos de pretendida prosperidad, en vez de correr a los graneros de trigo y gritar: “¡Tenemos hambre, queremos comer! […] los obreros, muriéndose de hambre, van a golpear con sus cabezas las puertas de las fábricas. Con los rostros descarnados y los cuerpos enflaquecidos, asaltan a los fabricantes humildemente, haciendo lo posible para excitar su compasión: […] no es el hambre, sino la pasión del trabajo lo que nos atormenta.13
Aquella perspectiva que parte de la incapacidad de los obreros para darse cuenta de lo contraproducente de su estrategia política necesitará apoyarse, a su vez, en una caracterización psicológica de los grupos proletarios. Así, la descripción con que Lafargue ilustra las actitudes e iniciativas de la clase obrera permite circunscribir la argumentación a esos pocos elementos (hambre, embrutecimiento, incomprensión, compasión), sin necesidad de discurrir sobre el modo en que los propios obreros, actores principales de esta cuestión, entienden la lucha revolucionaria, sus conquistas o el concepto de trabajo, en particular.
La conjunción del argumento político con el argumento psicológico confluye en un “a priori histórico”,14 en el cual ciertos cambios socioculturales propician ciertos dispositivos de dominación. Así las cosas, la clase obrera emerge como un actor meramente pasivo, receptivo, que opera bajo el influjo de la ilusión que aquellos dispositivos de dominación se encargan de promover.
Si bien estos dos últimos argumentos resultan persuasivos, tanto por el modo en que se presentan como por la profunda problemática que sacan a la luz, resultan a nuestro entender insuficientes, pues no arrojan luz sobre aquellos interrogantes que tan elocuentemente ilustran.
Hasta aquí, de los cuatro argumentos que sostienen la tesis principal, los dos primeros (el denominado biologicista y el denominado histórico) constituyen elementos de persuasión al fin y al cabo débiles, puesto que las falacias que contienen resultan ser por demás evidentes. Respecto de los últimos dos argumentos, entendemos que también resultan insuficientes, con la salvedad de que logran exaltar ciertos interrogantes fundamentales en la problemática que Lafargue plantea. Antes de formular tales interrogantes, es necesario prestar atención al lugar que el teórico franco-cubano le asigna a la pereza dentro de la cotidianidad de la existencia.
3. El derecho a la pereza y la reducción de la jornada laboral
Podríamos decir que, de los argumentos señalados anteriormente, el móvil común es el empeño lafargueano en oponer a la exigencia del esfuerzo diario en el trabajo, que el mandato de productividad capitalista exige, el llamado al goce y a la pereza. Dicho de otro modo: “Para que llegue a la conciencia de su fuerza es necesario que el proletariado pisotee los prejuicios de la moral cristiana, económica y librepensadora […] que se empeñe en no trabajar más de tres horas, holgando y gozando en el resto del día y de la noche”.15
La perspectiva crítica de Lafargue en torno al trabajo encuentra una propuesta de oposición en la misiva que dictamina la modificación del régimen laboral a tres horas diarias, máximo. Teniendo en la mira la garantía de la pereza como elemento focal de la cotidianidad de la existencia, Lafargue aventura lo que en verdad son aspectos rudimentarios de las modificaciones que posibilitarían la implementación legal del derecho a la pereza.
Al reducir la jornada laboral, se inventarán nuevas máquinas para la producción y se podrá obligar a los obreros a consumir las mercancías por ellos producidas, y aumentarán a su vez la fuerza de trabajo […] Desde el momento en que los productos europeos se consuman donde se fabriquen, ya no habrá necesidad de transportarlos a todas las partes del mundo, y será preciso, por consiguiente, que los marineros […] empiecen a aprender a descansar.16
Lafargue concibe al trabajo que aflora en las sociedades capitalistas como una urgencia a la que el obrero se ve sometido por causa del hambre. En ese sentido, su propuesta se encuentra direccionada hacia la reducción de la jornada laboral (que en esa época oscilaba entre las doce y las catorce horas) a un “máximo” de tres horas.
Tal argumento, en la medida en que aboga por la reducción al mínimo posible de aquel elemento “de tortura”, se apoya por su parte en la confianza en la tecnología que el tipo de producción capitalista desarrolla, cuyo movimiento estaría orientado no solo a garantizar la efectividad en la producción, sino también a reducir drásticamente el trabajo humano.
Siguiendo lo anterior, la compensación entre la clase explotada (los obreros) y la clase explotadora (la burguesía) se daría fundamentalmente con la inminente innecesariedad de una actividad proletaria “intensiva” y, a su vez, con la creación de puestos de trabajo específicos para la clase burguesa. Esto con el fin de garantizar un proceso de adaptación favorable en la sociedad regida por el derecho a la pereza. Dicha adaptación supone, pues, el pasaje de una instancia de “pereza absoluta y goce forzado”17 a una instancia de trabajo mínimo y goce real, es decir, a salvo del énfasis consumista.
Sintetizando, el objetivo de Lafargue era analizar aquella “manía infernal” que azota a las sociedades capitalistas. La causa de esa manía la encuentra en el dogma del trabajo, que propicia el “amor al trabajo”. A partir de esto, el principio de solución propuesto por el autor es la reducción de la rutina laboral a tres horas.
La complejidad del objetivo lafargueano viene representada por el hecho de que la rutina esclavizante de las sociedades capitalistas, valga la redundancia, esclaviza a los individuos. La dificultad paradójica radica en el hecho de que el ocio es, a la vez, el único móvil en el cual tendría asidero la propuesta de reducir la rutina laboral y defenestrar el dogma del trabajo. Pero, al mismo tiempo, el ocio como tal es también aquello que “sencillamente” no existe en las sociedades capitalistas.
Los argumentos político y psicológico que constituyen el punto álgido para explicar las causas de aquella “manía infernal”, su efecto sobre los obreros, y su sostenimiento en el tiempo. Sin embargo, agotan los caminos posibles, al figurar a las clases obreras como engañadas o entorpecidas y al ser el punto de partida de Lafargue que el ocio no existe en el capitalismo. Así, se torna problemática la posibilidad de hallar una salida efectiva.
Entendemos que la noción de trabajo en Lafargue resulta un concepto a-histórico, que impide comprender la especificidad de tal noción al interior del modo de producción capitalista. Particularmente, los argumentos político y psicológico suscitan ciertos interrogantes fundamentales que no hallan una tematización efectiva, pues caen en una suerte de “psicologismo”. Tales interrogantes son: 1. ¿Por qué el ahínco con que las clases obreras se aferran al dogma del trabajo? Por esta misma vía, dos interrogantes más: 2. ¿Cuál es la razón por la cual los obreros no reconocen lo inútil de ciertos tipos de estrategias políticas extendidas entre la clase proletaria? 3. ¿Cuáles son las perspectivas y consideraciones de la clase proletaria respecto del “trabajo”?
El tratamiento a-histórico que Lafargue hace de las nociones de trabajo y ocio o pereza hace caso omiso de la relevancia que la “lucha de clases” tiene como motor del cambio social. La caracterización psicológica de los obreros profundiza aún más la perspectiva de concebirlos como actores aislados que tendrían en su poder la decisión de “trabajar menos” y “gozar del ocio”, antes que interpretarlos dentro de la trama de clases sociales signada por la explotación capitalista. En lo relativo al llamado de “volver al ocio, porque en las sociedades capitalistas el ocio no existe”, la propuesta de Lafargue se torna más bien en un arma de doble filo. En efecto, y como lo abordaremos en el siguiente apartado, ella evidencia interrogantes fundamentales al tiempo que obtura la posibilidad de resolverlos.
4. Sobre la especificidad histórica del modo de producción capitalista
En El capital, Marx18 inicia su crítica de la economía con el análisis de la forma elemental de la riqueza del modo de producción capitalista, la mercancía. Este resulta ser el tratamiento central para comprender, en primer lugar, el sentido histórico definido, la especificidad que el trabajo adquiere en las sociedades capitalistas. El punto de llegada para ello se encuentra ya en la inmediata definición de la mercancía como “un objeto exterior”. Ello conduce19 a la explicitación de su “naturaleza” doble a partir de las nociones de valor de uso y valor de cambio.
Lo propio del modo de producción capitalista, definido como una economía mercantil, consiste en la producción y el intercambio de mercancías. Mercancía es, por su parte, todo producto destinado al intercambio, mediante la compra y la venta, dentro de una red de mercancías que conforma el mercado. En este sentido, podemos notar de inmediato que la forma elemental de la riqueza en el modo de producción capitalista no apunta a la utilidad, al “valor de uso” de un producto, sino más bien a su “valor de cambio”, es decir, a su carácter de ser intercambiable por dinero. Fundamentalmente, el valor de uso refiere al contenido material de la riqueza,20 es decir, designa una característica propia de la cosa y no una característica de índole “social”: el valor de uso de una chaqueta es servir de abrigo.
El valor de cambio, por su parte, no designa una característica inherente a la cosa, sino verdaderamente una propiedad “social”: la chaqueta no es “valor de cambio” (es decir, no equivale a alguna otra mercancía o a X cantidad de dinero) debido a su constitución material, sino debido al sistema de producción en el que la chaqueta existe. En este sentido, el valor de cambio es lo que “define” a la mercancía en el modo de producción capitalista, pues tal noción explicita que el valor de toda producción se funda por el carácter que se adhiere al valor de uso: ser equivalente en un intercambio.
Al estar definido el modo de producción capitalista como aquel en el cual la forma elemental de la riqueza es la mercancía, tenemos que esta caracterización esencial señala como lo propio del capitalismo el “existir” a partir de una abstracción de las producciones humanas. Las nociones de valor de uso y valor de cambio, como señalamos, presentan en esta lógica mercantil una relación asimétrica particular.
El carácter “doble”, concreto y abstracto del trabajo, expresa propiamente en el análisis de Marx la naturaleza de la mercancía. El trabajo concreto refiere a la producción de un valor de uso específico y, por tanto, lo propio de los trabajos concretos es diferir entre sí, de acuerdo con el valor de uso específico que cada uno de ellos produce. El trabajo concreto del panadero en la producción de pan no es equivalente a, por ejemplo, el trabajo concreto del carpintero en la producción de una mesa.
El valor de cambio, inherente a toda mercancía en el modo de producción capitalista, no puede fundarse sin embargo en el trabajo concreto, debido a que lo propio de este es su carácter irreductible y distintivo, mientras que lo esencial en aquel es la equivalencia y el carácter relativo. Para que la producción en el sistema capitalista pueda ser “elevada” al grado de producción mercantil, las particularidades del trabajo concreto deben ser desplazadas en favor de “un tiempo de trabajo socialmente necesario”21 que sirva de medida o magnitud de valor.
El hallazgo de Marx, pues, está en señalar que en la lógica mercantilista del capitalismo las mercancías adquieren un valor objetivo a partir de la abstracción del trabajo concreto. Si el trabajo concreto producía solo valor de uso, es preciso ahora hallar la fuente del valor de cambio, y Marx la encuentra en lo que denomina como trabajo abstracto: “una mera gelatina de trabajo humano indiferenciado, esto es, de gasto de fuerza de trabajo humana sin consideración a la forma en que se gastó la misma”.22
Siguiendo lo anterior, la abstracción del trabajo concreto resulta ser la conditio sine qua non para que las mercancías adquieran, en el intercambio, un valor objetivo. Al hacer equivaler los productos irreductibles y distintivos en la red del valor de cambio mercantil, la multiplicidad de trabajo concreto es ipso facto abstraída, relativizada en una “mera gelatina” de “trabajo humano abstracto”. En palabras de Anselm Jappe:
La mercancía separa la producción del consumo y subordina la utilidad o nocividad concretas de cada cosa a la cuestión de cuánto trabajo abstracto, representado por el dinero, esta sea capaz de realizar en el mercado. La reducción de los trabajos concretos a trabajo abstracto no es una mera astucia técnica ni una simple operación mental. En la sociedad de la mercancía, el trabajo privado y concreto solo se hace social, o sea útil para los demás y, por ende, para su productor, a trueque de despojarse de sus cualidades propias y de hacerse abstracto. A partir de ahí, solo cuenta el movimiento cuantitativo, es decir, el aumento del trabajo abstracto, mientras que la satisfacción de las necesidades se convierte en un efecto secundario y accesorio que puede darse o no. El valor de uso se transforma en mero portador del valor de cambio, a diferencia de lo que sucedía en todas las sociedades anteriores.23
El valor objetivo de las mercancías, develado aquí como producto de la abstracción del trabajo concreto, es lo que permite comprender aquella definición inicial de Marx, de la mercancía como “un objeto exterior”. Este punto define la especificidad del modo de producción capitalista, es decir, su singularidad como momento y proceso histórico, que queda conceptualmente expuesto, de modo patente, con la dilucidación del carácter fetichista de la mercancía:
Lo que interesa ante todo, en la práctica, a quienes intercambian mercancías es saber cuánto producto ajeno obtendrán por el producto propio; en qué proporciones, pues, se intercambiarán los productos. No bien esas proporciones, al madurar, llegan a adquirir cierta fijeza consagrada por el uso, parecen deber su origen a la naturaleza de los productos del trabajo […] En realidad, el carácter de valor que presentan los productos del trabajo, no se consolida sino por hacerse efectivos en la práctica como magnitudes de valor. Estas magnitudes cambian de manera constante, independientemente de la voluntad, las previsiones o los actos de los sujetos del intercambio. Su propio movimiento social posee para ellos la forma de un movimiento de cosas bajo cuyo control se encuentran, en lugar de controlarlas.24
En el análisis de Marx, el fetichismo de la mercancía destaca la articulación propia del modo de producción capitalista, que produce un estado de cosas objetivo. Este, a su vez, signa, expresa y reproduce el tipo específico de relaciones de producción que lo sustentan: relaciones entre cosas y no relaciones entre personas.
Con todo, esto no quiere decir que el fetichismo propicie cierto velo de “ilusión” o irrealidad, en tanto que los individuos se refieren25 a las cosas como a mercancías y se hallan absortos en la práctica. Operando y relacionándose a partir del intercambio de mercancías, acaban por tomar como natural, o podríamos decir, como eterno, un estado de cosas histórico, socialmente determinado. Al hallarse la racionalidad de los individuos ceñida al estado de cosas objetivo que signa el capitalismo, todo principio de acción emancipadora se da en el escenario del intercambio mercantil, es decir, en el escenario autónomo que “escapa” del control de los individuos.
Así, el carácter fetichista de la mercancía arroja una paradoja: los individuos se hallan sometidos a un mundo objetivo de cosas, que se manifiesta como natural y autorregulado. Sin embargo, el hecho de comprender y reconocer que tal estado objetivo responde más bien a las relaciones materiales del sistema de producción capitalista no garantiza de por sí la transformación de ese estado de cosas, que ahora, reconocido en su carácter contingente, histórico, debiera posicionar a la praxis de los individuos como una posibilidad concreta de su transformación.
John Holloway señala que aquella paradoja solo es comprensible y, aún más, factible de ser superada si concebimos al carácter fetichista de la mercancía como un “proceso constante”26 y no como un concepto estático que designa un acontecimiento de una sola vez y para siempre -hasta la eventual disolución de su efecto-. En la medida que nos adherimos a ese señalamiento, se ponen de manifiesto dos puntos de análisis fundamentales:
1. Al expresar el fetichismo de la mercancía como un “proceso constante”, tenemos que, en su materialidad, las relaciones sociales que lo sustentan se encuentran sujetas a una dinámica antitética de continua formación-destrucción. En otras palabras, se visibiliza la permanente actualidad de la lucha de clases.
2. Al estar la materialidad de las relaciones del modo de producción capitalista signada por la producción de valores de cambio y, por tanto, fundada en el trabajo abstracto, tenemos que, solo a partir del reconocimiento de que el capital no es externo al trabajo, resulta posible comprender la vulnerabilidad de la dominación capitalista.27
El proceso constante de aquella dinámica antitética señalada en el primer punto de análisis descubre la continua actualidad de la lucha de clases. Si la mercancía (la existencia objetiva de un estado de cosas) nace a partir de la abstracción del trabajo concreto -reconociendo que dicha abstracción no es pretérita sino constante, aquí y ahora-, se torna patente que, en el capitalismo, el hacer se halla fragmentado sistemáticamente:
El capital es la separación de la amplia mayoría de las personas de los medios del hacer (medios de producción), la separación del producto de los productores, la separación de las personas de la actividad social […] la separación de las personas entre sí, la separación del “trabajo” de otras formas de actividad. Esta separación afecta absolutamente todos los aspectos de nuestras vidas. Afecta al hacer, que está separado del trabajo porque es definido como ocio, como algo secundario, no muy serio.28
Siguiendo a Marx, la separación de la que habla Holloway articula efectivamente las nociones fundamentales que hemos traído a colación en este análisis. Esta se concatena, por lo tanto, con el segundo punto de análisis: la separación que funda el sistema capitalista es la separación del hombre respecto del producto de su trabajo concreto. Por ser característica exclusiva29 del hombre el crear, es decir, modificar la materia según un plan y un objetivo determinado y reconocer el producto de su trabajo como objeto de su propia invencióninvención, es preciso observar que el fetichismo30 de la mercancía acaba siendo una clara abstracción de esta característica exclusiva del Hombre.
Las producciones humanas, pues, son arrebatadas de su verdadero artífice y abstraídas de su valor concreto, es decir, del plan y objetivo determinado con que fueron producidas. Entonces, en un proceso continuo, tales producciones pasan a determinar su valor de un modo relacional y autónomo, esta es la definición de mercancía. En este sentido, aquella separación fundamental que signa el sistema capitalista se evidencia como cimentada sobre una polaridad esencial: quienes tienen en su poder los medios de producción y el capital y quienes se hallan desposeídos de estos.
Podemos comprender ahora que aquella vulnerabilidad del capitalismo que señalaba Holloway refiere al hecho de que la producción de mercancías tiene lugar en la abstracción del trabajo concreto. En este sentido, reconocer el híbrido de trabajo y capital, como propio del modo de producción capitalista, direcciona la necesidad de entender la lucha de clases como un intento por emancipar el hacer del trabajo y, al mismo tiempo, por enfatizar tal lucha como un proceso constante.
Ello implica emancipar, entonces, la característica exclusiva del hombre de su imagen invertida (el trabajo abstracto). A su vez, se debe reconocer la paradoja que el carácter fetichista de la mercancía arrojaba: comprender la dominación no garantiza la posibilidad de su transformación.
5. Los problemas de la tesis lafargueana
Tal como señalamos, la propuesta del ocio o pereza en la perspectiva de Lafargue llegaba a expresar un arma de doble filo. Con este plan, el trabajo, concebido netamente como gasto de energía, pasa a ocupar el lugar central de la propuesta: la reducción radical del gasto de energía que el trabajo implica direccionaría de modo concomitante un incremento radical del tiempo de ocio.
En el planteamiento de Lafargue, el capitalismo subyuga al hombre porque hace que su existencia se fundamente en el trabajo excesivo. Sin embargo, tal perspectiva, tematizada en los argumentos histórico, político y psicológico, carece de un análisis crítico sobre la especificidad histórica que acontece a partir del modo de producción capitalista. En la medida en que aceptamos que existe allí tal carencia, es posible comprender por qué la concatenación de los argumentos político y psicológico -introduciendo un a priori histórico31 en verdad fallido- representa paradójicamente el momento más denso y sugerente de la argumentación lafargueana y, a su vez, el foco problemático de la propuesta.
Lafargue opera en su análisis con una noción a-histórica del trabajo, debido a que no lo analiza tal como este se da en el sistema capitalista. En este sentido, la especificidad y el carácter polarizado de las relaciones sociales que el sistema capitalista promueve, acaban siendo desplazadas de su enfoque. Esto propicia en Lafargue la posibilidad de censurar la actitud de los obreros. Desde su perspectiva, estos se muestran como actores desconectados de su contexto material, a quienes de modo abstracto les sería posible, por la mera decisión, trabajar menos o no trabajar, y disfrutar del ocio.
La abstracción radical del análisis lafargueano precisa, por lo tanto, la injerencia de los argumentos político y psicológico. Como hemos señalado, Lafargue no es del todo eficaz en el tratamiento de ciertos interrogantes fundamentales que emergen en su propuesta. El porqué del ahínco con que las clases obreras se aferran al dogma del trabajo; la razón por la cual los obreros no reconocen la inutilidad de ciertos tipos de estrategias políticas, o las perspectivas y consideraciones de la clase proletaria respecto del trabajo, son cuestiones que reciben una respuesta similar: los obreros no se dan cuenta, no ven que su orgullo es su perdición, son engañados.
Así, el ocio acaba por convertirse en un arma de doble filo, pues expresa un antídoto anhelado ante la opresión del trabajo asalariado, pero sin considerar el híbrido entre trabajo y capital, que el sistema capitalista signa. Con el análisis de Marx y la perspectiva interpretativa de John Holloway, es posible comprender que aquel híbrido no se quiebra con la disminución del trabajo, ya que su fuerte es precisamente el fagocitar la esfera del hacer. Esto implica que no hay un área de existencia (el ocio) a la que apelar por fuera del capitalismo. En palabras de Holloway:
El hecho de que la explotación en la sociedad capitalista esté mediada a través de la compra-venta de fuerza de trabajo -como mercancía- oculta la naturaleza de clase de la relación entre el capitalista y el trabajador por lo menos en dos sentidos. En primer lugar, la relación entre el capital y el trabajo está fragmentada. Asume la forma de muy variados contratos laborales pactados entre muy diversos trabajadores y muy diversos patrones […] En segundo lugar, la relación existente entre el capital y el trabajo no se presenta en manera alguna como una relación de explotación, sino como una relación de desigualdad.32
El análisis de El Capital podría coincidir solo en principio con aquel punto más denso y sugerente de la perspectiva de Lafargue. En torno a la tematización del fetiche de la mercancía, veíamos con Marx que los individuos ven las relaciones materiales del sistema de producción capitalista como relaciones autorreguladas entre cosas que los exceden: “No lo saben, pero lo hacen”.33
Sin embargo, debido a que el fuerte del análisis de Marx es la perspectiva crítica e histórica a que es sometida la economía capitalista, el señalamiento de que el mundo mercantil oculta una polaridad de clases esencial termina marcando una diferencia significativa. Marx promueve la explicitación de las relaciones de explotación y apunta a unir los focos de opresión que se presentan fragmentados y desconectados. Así, la lucha de clases es planteada como una conquista, un primer paso en la lucha por la emancipación.
Sea grande o pequeña una casa, mientras las que la rodean son también pequeñas, cumple todas las exigencias sociales de una vivienda, pero, si junto a una casa pequeña surge un palacio, la que hasta entonces era casa se encoge hasta quedar convertida en una choza. La casa pequeña indica ahora que su morador no tiene exigencias, o las tiene muy reducidas; y, por mucho que, en el transcurso de la civilización, su casa gane altura, si el palacio vecino sigue creciendo en la misma o incluso en mayor proporción, el habitante de la casa relativamente pequeña se irá sintiendo cada vez más desazonado, más descontento, más agobiado entre sus cuatro paredes.34
En la medida en que el modo de producción capitalista “dictamina” qué es ocio, qué es pereza, qué es trabajo, qué es opresión, y en la medida en que reconocemos el sentido histórico del capitalismo como una economía mercantil, el escenario de la lucha por el desprendimiento de las cadenas que subyugan a los seres humanos dirige nuestra mirada hacia las relaciones materiales del sistema de producción. La disminución de las horas de trabajo no atenta, por lo tanto, contra el tipo de relaciones entre los individuos. La “manía infernal” no es en sí el trabajo, sino el proceso continuo por el cual un orden establecido se presenta como autónomo y eterno. El reconocimiento de la lucha de clases, como dijimos, constituye el primer paso en la lucha por la emancipación.
6. Conclusiones
En el presente artículo, se intentó reconstruir el aporte que Paul Lafargue formuló en su crítica al dogma del trabajo. Tal aporte, como es notorio, fue desplazado a un lugar marginal en el seno de los debates en torno a cuestiones del marxismo. En este sentido, más allá de las críticas vertidas en el presente escrito al texto de Lafargue, cabe ponderar lo significativo que resulta El derecho a la pereza aún entrado el siglo xxi, para pensar críticamente los dogmas del esfuerzo y la superación individual que se encuentran articulados en el culto al trabajo humano.
Como se ha intentado destacar, la perspectiva marxista ofrece un plexo de categorías y conceptos que, en conjunto con los análisis de Holloway, resultan adecuados para analizar y dialogar con los postulados de Lafargue. Partiendo de allí, hemos intentado explicitar de qué manera la diatriba de Lafargue redunda, finalmente, en una conceptualización a-histórica de la categoría “trabajo”. Esto es lo que, a su vez, tornaba problemática la posibilidad de arribar a una ponderación efectiva del “ocio”, concebido como una esfera que en sí misma y por sí misma podría conducir a una superación de la opresión capitalista.
Tal como intentamos poner de manifiesto, la teoría marxista permite identificar de un modo más riguroso la regimentación total de la vida de los operarios en el modo de producción capitalista. A partir de este último aporte, consideramos cuanto menos problemático el pensar al ocio como una instancia separada, autónoma, despojada del influjo de la alienación y, fundamentalmente, de la lucha de clases.
Nuestra propuesta de llevar a cabo una lectura crítica en clave marxista ha intentado ensalzar la obra de Lafargue. En nuestra lectura de ella, al disentir con Lafargue y considerar que la disminución de tiempo de trabajo no propicia el fomento del ocio, sino el sostenimiento de la explotación, nos hemos visto impulsados con brío a la necesidad de repensar la especificidad histórica del capitalismo y los factores que impiden el reconocimiento de la actualidad de la lucha de clases. En este marco problemático es que podrían citarse las teorizaciones del filósofo Theodor Adorno, contrapunto que resulta significativo para el tema tratado en este artículo, y abre un campo de discusión que retomaremos en trabajos posteriores.
fn1León Medina, F. J., Alienación y sufrimiento en el trabajo: una aproximación desde el marxismo, Tesis para obtener el grado de doctor en Ciencias Sociales, Barcelona, Universidad Autónoma de Barcelona. Disponible en: https://ddd.uab.cat/record/38585
fn2Eley, G., Un mundo que ganar. Historia de la izquierda en Europa 1850 2000, Barcelona, Crítica, 2003.
fn3Matos, O., “Prefácio. A dignidade da preguiça, a dignidade humana”, en P. Lafargue, O direito da preguiça, Sao Paulo, Claridade, 2003, pp. 7-13.
fn4Tena Fernández, R., “Reacciones de la editorial Fundamentos ante la censura franquista: entrevista a Cristina Vizcaíno Auger”, Revista Chilena de Literatura, núm. 98, pp. 383-394.
fn5Maerk, J., “El derecho a la pereza, de Paul Lafargue”, Revista Mexicana del Caribe, año 5, núm. 9, pp. 232-233.
fn6Seguiremos la siguiente edición: Marx, K., El Capital, tomo 1, volumen 1: El proceso de producción del capital, Buenos Aires, Siglo XXI, 2015.
fn7Lafargue, P., El derecho a la pereza, Buenos Aires, Longseller, 2003, pp. 89.
fn8Ibidem, pp. 70-71.
fn9Ibidem, pp. 139.
fn10Ibidem, pp. 76-78,
fn11Cabe destacar que en reiteradas ocasiones Lafargue hace hincapié sobre el aspecto total de opresión que las sociedades capitalistas padecen. Aunque en diferente medida y de distinto modo, la clase burguesa también se ve atosigada y alienada por el mismo sistema de producción capitalista, pese a que el lugar que la burguesía ocupa en dicha sociedad no sea un lugar “sacrificado” como el de la clase obrera.
fn12Spinoza, B., Tratado Teológico-Político, Madrid, Gredos, 2015, p. 14.
fn13Ibidem, pp. 89-92.
fn14Foucault, M., La arqueología del saber, Buenos Aires, Siglo XXI, 2015.
fn15Ibidem, pp. 96.
fn16Ibidem, pp. 123-124.
fn17Ibidem, pp. 108.
fn18Seguimos la lectura de Michael Heinrich, la cual destaca el sentido de El Capital como un libro de crítica de la economía política. Los efectos de esta toma de posición interpretativa son evidentes en otros teóricos contemporáneos, fundamentalmente John Holloway. Véase Heinrich, M., Crítica de la economía política. Una introducción a El Capital de Marx, Madrid, Escolar y Mayo Editores, 2008. A nuestro entender emparentado con aquel punto de partida de Heinrich, la perspectiva de John Holloway respecto de El Capital como una teoría contra la sociedad, tiene en nuestro trabajo una importancia capital. Véase Holloway, J., “Del grito de rechazo al grito del poder: la centralidad del trabajo”, en A. Bonnet, J. Holloway y S. Tischler (coord), Marxismo abierto. Una visión europea y Latinoamericana, Buenos Aires, Herramienta, Puebla, UAP, 2005, pp. 7-40.
fn19La “‘naturaleza’ doble” refiere estrictamente a la distinción entre “trabajo concreto” y “trabajo abstracto”. No obstante, entendemos que esta distinción supone el tratamiento específico de los conceptos de valor de uso y valor de cambio.
fn20Marx, K., El Capital, op. cit., p. 44.
fn21Idem, p. 48.
fn22Idem, p. 47.
fn23Jappe, A., “Las sutilezas metafísicas de la mercancía”, El absurdo mercado de hombres sin cualidades, La Rioja, Pepitas de Calabaza, 2014, p. 68.
fn24Marx, K., El Capital, op. cit., p. 91.
fn25Debido a que la mercancía no es algo aislado, sino más bien una red relacional, el fetichismo de la mercancía debe verse como un efecto impartido a través de todo el tejido de lo social y, de modo específico, a través de los conceptos fundamentales de la economía burguesa: la fórmula trinitaria, en el análisis del libro III de El Capital. Véase Ramas San Miguel, C., “La relación inmediata entre Teoría del plusvalor y mistificación. La Fórmula Trinitaria”, en Hacia una teoría de la apariencia: fetichismo y mistificación en la crítica de la economía política de Marx, Tesis para obtener el grado de doctorado, España, Universidad Complutense de Madrid, 2015, pp. 268-291. Disponible en https://eprints.ucm.es/34214/1/T36659.pdf
fn26Holloway, J., “¿Dónde está la lucha de clases?”, en J. Holloway (comp.), Clase=Lucha. Antagonismo social y marxismo crítico, Buenos Aires, Herramienta - Universidad Autónoma de Puebla, 2004, p. 91.
fn27Holloway, J., “Del grito…, op. cit., p. 12.
fn28Holloway, J. “¿Dónde está la lucha de clases?”, op. cit., p. 92.
fn29Marx, K. El Capital, op. cit., p. 85.
fn30Jappe, A., “De lo que es el fetichismo de la mercancía y sobre si podemos librarnos de él”, en K. Marx, El fetichismo de la mercancía (y su secreto), La Rioja, Pepitas de Calabaza, 2016.
fn31Puesto que cae en un tratamiento ahistórico de las categorías que utiliza.
fn32Holloway, J., “Crisis, fetichismo, composición de clase”, Cuadernos del Sur, núm. 14, pp. 95-96.
fn33Marx, K. El Capital, op. cit., p. 90.
fn34Marx, K., Trabajo asalariado y capital. Salario, precio y ganancia, Buenos Aires, Anteo, 1987, p. 42.
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